PARAISO Y CALVARIO

Profr. Juan Martínez Toscano

 

Dedicado a los huérfanos

que lloran como yo

la muerte de su Madre.

 

I

Ayer fui niño.

Mis pupilas veían con inocencia y mis pensamientos eran blancos como los pétalos de un lirio. Mi corazón era puro como la fulguración del astro o como la nieve de los montes.

Vivía, pero mi vida era un idilio; reía, porque toda ella era una sonrisa. Y si alguna vez me visitaba la tristeza, toda me parecía dulce al vivir bajo el amparo amoroso de mi madre.

Sí, ella era mi dicha, mi amparo, mi luz y mi todo. Mi todo, porque sus ojos siempre fueron para verme, sus oídos para oírme, sus labios para besarme, sus pies para buscarme y su corazón para amarme con un amor tan puro, tan santo y desinteresado que hizo de aquella edad de mi existencia un completo PARAISO.

 

II

Pero, ¡Oh, dolor! que apenas tenía 14 años cuando se acabaron mis delicias. Sí, se acabaron mis delicias porque una tarde nublada de febrero agonizaba mi madre. Sus ojos estaban marchitos como jazmines deshojados; su rostro estaba tan pálido como un lucero triste y su voz era tan débil que apenas oí lo que con tanto sentimiento me dijo así: “Hijo mío, escucha estas palabras, que son las últimas, porque ya voy a abandonarte y te quedas solo entre las escabrosidades del mundo. Pero no te quedas huérfano, porque en tu corazón te acompañarán mis consejos, en tu cerebro mis enseñanzas y en tu memoria mis recuerdos.”

Así me dijo y, a los pocos momentos, su corazón dejó de latir, sus ojos se apagaron y por sus mejillas rodaron dos pequeñas lágrimas. El último esfuerzo que hizo antes de todo esto fue levantar tímidamente su temblorosa mano, quizá para darme la bendición postrer. Y al fin… murió… murió mi madre y con ella también mi felicidad. Desapareció la claridad de mi paraíso y comenzó desde entonces a caer de mis ojos la llovizna del llanto.

Todo quedó en silencio.

Nadie la acompañaba.

Sólo cuatro velas alumbraban la estancia con una luz como de oro, pero triste y parpadeante como la del plenilunio en época de invierno. Después se la llevaron a un lugar que llaman “El calvario” y entonces sí, mucha gente la acompañaba, la mas vestía de luto y tristes también, con cirios y coronas en la mano. Formando líneas paralelas llegó el cortejo fúnebre hasta la puerta de su sepulcro donde quise hablarle para despedirme, después de haber regado aquel camino con mi llanto. Pero fue inútil, porque cuando quise hacerlo me di cuenta que tocaban una marcha melancólica y me pareció que aquellas notas musicales lloraban también y le hablaban a mi alma de dolores y recuerdos. Hice nuevo intento y, no pude porque los sollozos me ahogaban. Una vez convencido por lo imposible, me incliné, tomé un puñado de tierra y después de haberlo besado lo arrojé sobre su caja mortuoria. A mi ejemplo, siguió cayendo sobre ella una lluvia de tierra, de flores y de lágrimas. Y fue entonces cuando mis ojos se convirtieron en un torrente, mi corazón en una fuente de suspiros y mis gritos delirantes y enloquecidos formaron el epílogo del dolorido adiós.

 

III

Quedo solo.

Y, a medida que mi vida va pasando llena de vicisitudes y recuerdos, cuando en mis luchas perennes que sostengo contra la ignorancia y la miseria no hallo ni luces ni consuelos, pienso en mi madre, siento a mi madre y busco a mi madre.

Por eso la nota plañidera que repercute en el silencio de mi espíritu en las fechas como la presente es esta:

“Madre mía: cuan amarga ha sido la ausencia desde que huérfano me dejaste entre los zarzales del mundo. ¿Dónde estás que con frecuencia te llamo y no me respondes? ¿Dónde estás para que me levantes, para que me ayudes, para que me consueles, para que enjugues mis lágrimas? ¿Dónde estás para que compartas conmigo el gozo de mis triunfos o el dolor de mis caídas? ¡¡¡Deja la tumba y ven!!! Rasga un momento el azul del firmamento y asómate, y ve y contempla a tu hijo luchando contra todo y contra todos los que se oponen a la propagación del bien. Ve y observa el escenario terrible donde lucho, donde caigo y donde triunfo; y aunque muchas veces venzo, hay momentos en mi vida en que la adversidad me azota, los amigos se me alejan, las fuerzas se me agotan, los cielos se me nublan y, en fin, en ese abandono terrible es cuando más necesito de tus cuidados, de tu ayuda y de tu consuelo.

Por eso Madre Santa, escucha mis gritos, mis lamentos que te llaman, que te invocan, que te piden.

Escucha madre Tierna la acostumbrada oración que de rodillas siempre exclamo:

Si eres luz ¡Dame luz para que alumbre!

Si eres flor ¡Dame olor para que arome!

Si eres Madre ¡Dame amor para que ame!

Si eres ave ¡Dame ideas para que vuele!

Y si eres Santa, mitiga mi quebranto y

haz que el llanto se trueque en alegría.

 

IV

Así la llamo cada vez que lucho.

Así la aclamo cada vez que sufro.

Y ella me inunda de consuelos cada vez que se asoma en la ventana secreta de la estrella de la mañana al enviar sobre mi frente un beso clarísimo de luz, el que a la vez que me consuela, ilumina las lobregueces del turgente CALVARIO DE MI VIDA.